13ª Muestra de cine de Lavapiés

Una cámara escondida en un feísimo bibelot, sobre la repisa de una chimenea, graba clandestinamente la negociación entre un sicario de una multinacional y una pareja obrera al borde de la ruina económica. La cámara es un testigo, la ventana a la que nos asomamos para ver lo que el poder no quiere que veamos. Pero no es solo eso. Esa cámara oculta no registra lo que ocurre, crea lo que ocurre.

Casi al mismo tiempo, en otro continente, ante la negativa del poder (una vez más) de dejarse filmar y la falta de chimenea, los directores de la película dejan la cámara en manos de una familia que tiene que negociar en su chabola el precio a pagar por la muerte de Manuel Gutiérrez, su hijo, su hermano. Y ya puestos, les dejan la cámara permanentemente, porque saben, descubren, que hay cosas que ellos no pueden rodar, que, en tanto directores, pueden ser testigos, pero no pueden crear el acontecimiento. Los códigos ya pétreos del cine político, incrustados en las miradas profesionales, no pueden dar cuenta de la construcción de la mirada política de Gerson, Miguel Ángel, Rosa, Jacqueline y de todo el vecindario.

En un tercer continente, en una aldea perdida del sur de Egipto, una mujer francesa pasa tres años sentada junto a sus amigos campesinos, charlando, con una cámara entre ellos. Aluden a cosas que, como nosotras, han visto solo en la televisión. Cosas que son su vida y que no lo son. Los cambios en su vida tienen los ritmos de su vida, no el ritmo frenético de las manifestaciones televisadas de la plaza Tahrir. Esa cámara lenta colocada entre amigos, como el brasero o la paella, conjura las imágenes de la tele y hace emerger sus propios deseos y miedos, su concepción de lo político.

Quiero subrayar un punto importante: el papel de la cámara en un ritual como este. Quizás la cámara ha jugado un papel de catalizador para acelerar una crisis que estaba latente. De repente los músicos dejaron de tocar. En estos casos, normalmente, se corta y se cambia de plano pero esa vez yo continué rodando. Y la gente de Simiri, que había visto muchas de mis películas sobre posesiones, pensaba que yo podía ver los espíritus con mi cámara. Creían que era un aparato que detectaba lo invisible. Así que, para ellos, si yo enfocaba al personaje que bailaba era porque el espíritu estaba a punto de llegar. Y funcionó. ¿Cuál ha sido el efecto de la cámara? Quizás un efecto mínimo, pero el mismo que el de un tambor con buena cadencia, que sostiene y desencadena en el momento adecuado ese tránsito singular de un cambio de personalidad.
Jean Rouch

De regreso a nuestra realidad cotidiana, europea y desarrollada, un trabajador observa la vida a través de las cámaras de vigilancia de un supermercado y espía los movimientos de los trabajadores que consumen y de los trabajadores que trabajan. Para llegar hasta ahí, otros trabajadores lo han filmado, espiado, consumido. Ha sido examinado, escrutado y filtrado y, por fin, ha conseguido el ansiado trabajo, pasar al otro lado de la cámara, gesto que firma su sentencia. Las cámaras del circuito cerrado también crean el acontecimiento, pero en este caso no están en nuestras manos.

En Irán, un director de cine condenado a no rodar, se apodera de un artilugio antirrobo, libera su código, instala una cámara en el salpicadero de su coche, nos devuelve una película y recrea dentro de un taxi todo el universo del cine.
Los juicios de primera instancia en los arrabales de Bombay no tienen cobertura mediática, como estamos malacostumbrados por estos lares. En nuestros juicios, acusados, fiscales y jueces pasan raudos y veloces ante los periodistas, dicen una obviedad triste tipo: «confiamos en la acción de la justicia» y son abducidos por coches fúnebres. Y todo queda visto y no visto, visto para sentencia, dando por hecho que lo único que nosotros, una ciudadanía devenida en espectadores, queremos ver, es la sentencia.

Las calles y tabernas de nuestras grandes ciudades, las oficinas y habitaciones amuebladas, las estaciones y fabricas de nuestro entorno parecían aprisionarnos sin abrigar esperanzas. Entonces llegó el cine, y con la dinamita de sus décimas de segundo hizo saltar por los aires todo ese mundo carcelario, con lo que ahora podemos emprender mil viajes de aventuras entre sus escombros dispersos.
Walter Benjamin

Las sentencias, si es que han de producirse, precisan de otros tiempos para poder verse, necesitan la misma cadencia que genera un matrimonio que lleva 45 años despertando abrazado, el tiempo que tarda en salir a la superficie un botón de nácar de la camisa de un desaparecido. Requieren la paciencia, perseverancia y esperanza que unos padres aplican en la educación de sus hijos aun a sabiendas de que morirán jóvenes.

Una cámara fragmenta un graffiti que aúlla de injusticia, una mano tropieza con la materia prima y capta el susurro que transmite una obra al brotar. Berta ya no está y se la echa de menos. Hay gente que hace suyas las ciudades y las siente como sagradas; se precisa la friolera de 70 años para reconocer a unos hombres su valor y darles las gracias por hacernos mas dignos. Los teléfonos móviles crean belleza en la ciudad del cine. Daphne deviene en olivo y de vuelta a Daphne y Kathleen Hanna se vuelve humana y de nuevo Kathleen Hanna. Gerson comprende al fin que su hermano no está, no porque murió sino porque lo mataron. Estas historias precisan de su tiempo, un tiempo que nos pertenece y que el cine es capaz de crear y devolvernos.

Si el plano no estuviera ahí más que unos segundos, los suficientes para hacer avanzar la narración, ¿tendría tiempo de hacernos pensar en todas esas mujeres y en esos hombres ahí sentados en algún momento de su vida? No, estoy segura de que no.
El tiempo no se encuentra solo en el plano, existe también en el espectador que lo mira de frente. El espectador siente este tiempo en él. Sí. Aunque finja que se aburre. Aunque realmente se aburra y espere el plano siguiente.
Esperar el plano siguiente es también sentirse vivir, sentir que uno existe.
Eso nos hace bien o mal, depende.
Frecuentemente decimos, no he visto pasar el tiempo.
¿El tiempo se ve?
Y, si no hemos visto pasar el tiempo, ¿no es como si nos hubieran robado ese tiempo? Porque el tiempo es todo lo que tenemos.
Chantal Akerman